Impresionada por el valor de aquel aparente niño bueno, pensé, mientras entraba en el vagón de tren, que el curso que tomaríamos sería el clásico de Stayden, invitar al cordero a la boca del lobo, pero al llegar a la primer estación que pasaba me preguntaba si, por esta vez, el lobo sería capaz de entrar al corral y vivir entre el amor de los corderos. La idea me llegó como una risible imposibilidad, pero mientras mis pensamientos volvían al beso y las estaciones pasaban una tras otra, el escenario se volvía cada vez más prometedor, y real.
Saliendo de Stayden, cada estación vislumbraba un Mundo más brillante.
Junto conmigo, entraban al vagón unas 30 personas, pero aún así no se ponía apretado ya que era la primer estación camino a Callsplace, así que sólo se llenaban tres cuartos de los asientos, y un quinto de su total capacidad.
A mi lado usualmente se sentaría una campesina gorda, apestando a ajo, con un hijo en la espalda y dos en sus brazos, en frente su típica pareja, un peón de mirada perdida que sólo se enfocaría de vez en cuando en mis tetas, y al lado el clásico hijo hiperactivo que sólo enfocaría su mirada en mis piernas y haría un intento prácticamente imberbe de llevar su versión de una conversación, en un intento ridículo de coqueteo.
Mis predicciones no se alejaron mucho de la realidad, si me interesara en lo más mínimo me sabría de memoria los nombres irrepetibles de aquellas criaturas, al parecer todos iguales, quizá podría equivocarme. 
Era una señora con una niña en la espalda y el clásico adolescente ‘mirada fija’ junto a ella, se sentaron frente mío, lo cual, junto con el hecho de que la distancia mitigaba el olor, fue una doble bendición. Tras aproximadamente un cuarto de hora llegamos a Angestone, la parada donde mi amiga Jazz se subía.
Fue algo casi telepático que estuviera tan tarde como yo, y, a pesar de la reacción de sorpresa, creo que nos lo esperábamos. La relación con Jazz era espontánea y divertida, aunque ahora, teniendo todo el tiempo del Mundo, o de la muerte para reflexionar, la encuentro monótona, girando en torno a charlas sobre el fin de semana pasado, entre hombres y raves.
Tres estaciones más adelante, en Mason, el panorama cambiaba sutilmente, los pasajeros eran en su mayoría clase media, variando entre media alta y media baja, por lo general trabajadores de escritorio tomando un fin de semana largo o adolescentes entrando a ricos tomando unas vacaciones largas. La señora y su hijo se habían retirado en la anterior estación, muy probablemente para vender papas en una ciudad parecida a Mason, cosa que Jazz y yo habíamos estado cuchicheando descaradamente en su cara, lo cual la enojó, cosa visible en que cada vez que nos reíamos se ponía a masticar más fuerte lo que haya sido que tenía en la boca… cosa de la cuál Jazz y yo teníamos nuestras propias hipótesis, y que hacía que su hijo, de manera mecánica y más esporádica, sobara su entrepierna.
Entre cuchicheos y opiniones no muy favorables de nuestros compañeros pasajeros pasó una hora, sólo faltaba una estación para Oldstone, cosa muy visible en el conteo de cabezas, en su mayoría rubias, descuidadas y despreocupadas, aunque todos sabíamos que dentro había un reprimido estudiante que medía sus semanas de libertad, no en días, sino en el dinero de papi… Trustafarians…
Al darnos cuenta del movimiento de cabezas, que visto desde arriba debe haber  parecido nieve avanzando entre el barro, Jazz y yo nos incorporamos para salir del tren. Fue una buena llegada, dos billeteras de por medio, fruto de una simple sonrisa.
No fue el primer fin de semana de trabajo en el que no presté atención a mis clientes hombres, pero sí la primera vez que el motivo fue un hombre en casa. El promedio de coqueteos era 1 cada 3 clientes, cada uno más insípido y menos original que el anterior, lo cual no era nada nuevo, los drogadictos son sólo pericos, repiten lo que ven en sus fantasías distorsionadas, nadie mejor que yo para decirlo…
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